miércoles, 26 de enero de 2011

Muere el sabor. ¡Viva la textura!

Padezco rinitis alérgica. Espero que sea pasajero pero, con el tiempo tan húmedo que estamos teniendo en Mallorca, hace más de dos meses que lo sufro. Ebastel Forte, Urbasón, Nasacort, ... cortisona y droga dura legal por la nariz; snifffff y nada. Todo sigue igual. El olfato va y viene a su antojo; se despierta cuando quiere y se duerme más a menudo de lo que a mi me gustaría. Con la pérdida del olfato también se pierde el gusto; algo que no sé ni cómo se llama. De la misma forma que alguien que no ve es ciego, ¿cómo coño se llama a alguien que no huele, o que ha perdido el sentido del gusto?
Para un aprendiz de gastrónomo como yo esto es un cataclismo, algo muy difícil a lo que enfrentarse, una verdadera pérdida de identidad, una angustia vital diaria y continuada.
Desde que dejé de fumar, debido al asma que empecé a padecer, recuperé -y de qué manera- el olfato. Era capaz de percibir toda clase de olores, un mundo nuevo se abrió ante mí. Incluso desde mi casa, en un primer piso, percibía si alguien estaba fumando en la calle; créanlo o no, es cierto. Las fresas sabían a fresa, además de percibir diferencias entre ellas. La sal tenía sabor, las matequillas, las aguas, ni que decir del vino o los licores. Todo cambió, o todo comenzó según se mire. Era capaz de percibir si se había utilizado alguna clase de potenciador de sabor, como el "Glutamato Monosódico", en alguna receta, entrar en una panadería era un festival, el verano con sus frutas, era una orgía; el otoño, con sus setas, era un pecado; entrar en el colegio de mi hijo, un horror.
Todo eso me ha abandonado hace unos meses. No huelo nada, huelo algo o huelo poco, de manera caprichosa y sin poder hacer nada para evitarlo. Es una sensación muy desagradable y desesperante. Una cucharada de sopa caliente, hecha con caldo casero, del cocido de hace dos días, con fideos finos... no me sabe a nada. Una croqueta casera de jamón y huevo: nada. Un cocarroi de pasta dulce: nada. Unos callos de bacalo con alubias: nada. Un sorbete de melón al cava casero: nada de nada. Y así podría continuar hasta el infitino sino fuera porque me tengo que secar las lágrimas -y sonarme. ¿Desolador, verdad?
En este apocaliptico panorama una luz al final del túnel, una esperanza, un impulso para no mandarlo todo a la mierda: la textura.
No he sido consciente de ello hasta hace unos días, pero es algo que debía estar asimilando hace semanas. Disfruto de la comida por su textura, por la sensación que me produce en la boca. Fui consciente de ello, supongo, con el pan. Hay noches que, en mi desesperación, tiro la toalla y tan sólo ceno pan con tomate y aceite; "total para qué" reflexiona mi lado más práctico. Pero, gracias a dios, mi parte luchadora y lúdica me advirtió: "¿No te das cuenta?, mira la diferencia que hay entre la corteza y la miga. Muerde con fuerza esa corteza dura y cortante para luego relajarte con la miga bañada en aceite."
El jamón ibérico de reserva tiene más de tres texturas diferentes;por ejemplo la grasa: suave y untuosa, la carne: agradecida y viciosa, la carne más seca: dura y larga.
El salmón ahumado: mantecoso, frío, entretenido y soberano.
El chocolate; obviando su pernicioso y embaucador sabor se descubre el crujir, la cantidad de veces que se puede morder una pastilla sin que se derrita con los 37 grados de la boca, la grasa que se aloja en la boca, el paso por la garganta.
Una paella es un festival. Un pescado al horno es una aventura. Unas croquetas una excursión sensorial donde se descubre la corteza crujiente, el relleno suave, los trocitos de jamón alegres y el huevo elegante.
Y del vino mejor no hablar; aquí seguro que no me van a creer, pero lo noto, no soy capaz de distinguir, y menos ponerle adjetivos, a mi percepción, pero les aseguro que algo se mueve ahí dentro. La percepción del alcohol es inmediata, la lengua localiza la rugosidad al instante, igual que con el buen aceite, la garganta dicta el veredicto.
Esperemos que esto sea el comienzo de una nueva experiencia, esperemos que, después de esta pesadilla, aprecie los alimentos también por sus texturas, que se me abra una nueva arista en su análisis pero, sobretodo, esperemos que recupere pronto el olfato, con su siamés sabor, que como eso no hay nada.

lunes, 24 de enero de 2011

El Paladar. ¿Un clásico, ya?


Hacía tiempo que no pasaba por ahí. La crisis sobrevenida, sin previo aviso ni invitación, a mi vida laboral ha propiciado que me convierta en un gastrónomo en apuros que, dado el devenir económico de todo lo que nos rodea, debería hacerme cambiar el título del blog por algo como: "Un Gastrónomo en Crisis". Veremos.
El Restaurante "Paladar" sigue en el mismo sitio, pero algo nuevo, demasiado nuevo, noté el domingo al entrar en él. Quizás haya pasado más de un año desde mi última visita; hace dos años era lugar de obligada visita mensual: Huevos 007, Steak Tartar, Calamares (romana o estofados) y Cardenal de Llosseta de postre. Un clásico para los que asistíamos a un precio que, con el paso del tiempo, se hizo inalcanzable por su continuo ascenso y mi incesante descenso (de ingresos). Fue bueno, muy bueno, mientras duró. Recuerdo que al principio, hace unos cinco años, los domingos actuaba el cheff de cocina en la sala, gueridón y mandil de fiesta, cuchillos afilados como hojas de afeitar y, bajo la atenta mirada de los comensales, ejecutaba unos perfectos Tártaros desde el principio hasta su servicio a la mesa; cortando la carne a cuchillo, dadito a dadito, cascando los huevos con maestría, picando el pepinillo, preguntando el punto de Tabasco e interesándose si alguno de los ingredientes del plato disgustaba al cliente. Un verdadero espectáculo. Ahora lo sirven directamente de la cocina, demasiado picante, subido de "HP" y con tostaditas y mantequilla, cuando antes lo acompañaba unas crujientes y finas patatas fritas.
En poco más de un año han cambiado las cosas; no voy a decir que a peor, eso sería opinar de forma gratuita, pero sí puedo afirmar que es evidente la variación sufrida. 
El domingo pasado no conocí a ningún camarero, no recordaba a ninguno de "mi" anterior etapa, no existe ya carta de vinos  en su lugar el metre canta los pocos (cuatro o cinco) vinos que ofrecen: "De algunos sólo me quedan botellas sueltas", nos dijo obviando el precio de las que nos enumeraba, lo que me obligó a preguntar el precio cada vez que cantaba un nombre con la inconveniencia que eso acarrea. Al final, como no, vino de la casa: "Un riojita de crianza que está muy bien." "Y, ¿Qué precio tiene?" -insití alcanzando un tono facial más rojo que una gamba de Sóller. "Creo que 15 ó 16 euritos". Creo y euritos me parecieron evitables. Me echó un capote el anfitrión, porque eso no lo había dicho pero yo no pagaba -si no imposible permitírmelo-, diciéndome que el de la casa estaba bien.
Todo esto me hizo reflexionar en lo difícil que debe ser para un empresario restaurador conservar "Un Clásico"; saber mantener al mismo personal, intentar que los platos se conserven sabrosos, mantener el nivel de calidad y servicio a la altura que se espera.
Creo que "Un Clásico" sería aquel sitio que, independientemente de su precio, puedan pasar años sin que lo visitemos pero el día que lo hagamos nos sintamos igual que la última vez. Y con eso no quiero decir que el sitio esté igual que en la última visita, sino que la percepción sensorial sea la misma. Algo tan difícil como eso es lo que diferencia a un restaurante "Clásico" de uno "Bueno". Algo tan difícil como eso ya que, en todo ese proceso, interviene la memoria del cliente, muy cabrona y caprichosa ella, y elemento subjetivo donde los haya.
El domingo corrieron por la mesa, y por mi memoria, los Clásicos Huevos 007, los Tártaros, Bacalaos, Calamares y Callos entre otras cosas. La sorpresa fue que el precio no superó los 35 euros por persona, algo de agradecer en estos tiempos que corren.
Esta semana llamaré a los antiguos parroquianos para convencerles de una nueva visita al "Paladar"; después de eso sabremos con más seguridad si lo podemos considerar como un "Clásico" ya definitivamente. Esperemos que sí.


Steak Tartar. Carne a temperatura ambiente y plato frío: un buen detalle.
Sin patatas fritas. La próxima vez lo solucionaremos.



Huevos ´007. Escalfados y sumergidos en crema de foie y trufa.
Sabrosos y viciosos.


Restaurante PALADAR.
C/ Miquel Arcas, 2. (Cerca de L´Escorxador)
TEL: 971 296 016.
Palma de Mallorca.

domingo, 2 de enero de 2011

Una Nochevieja atípica.


Mi mujer y yo en pijama; mi hijo (de tan sólo cinco años), indignado por no recibir invitados y no tener cotillón ni juerga preparada, se negó a desvestirse para tan magna ocasión y siguió ataviado con sus vaqueros y una de sus camisetas preferidas para asistir a la gran cena. Atípica también ya que fue mi mujer que tuvo la gran y acertada idea de cocinar; a su manera, tradicional, simple pero perfectamente ejecutada. 
Mesa sin mantel, platos y cubertería de diario, sin velas, una botella de cava para dos, mejillones y Morruda fueron nuestros selectos acompañantes. Sin estridencias, a su ritmo, paso lento pero seguro, sin complicaciones Marga fue ejerciendo de mediterránea auténtica y supo mezclar en su justa medida los simples y cercanos ingredientes que resultaron ser perfectos y equilibrados para los dos platos.
Los mejillones; al vapor. Granos de pimienta, limón, laurel, ajo, perejil y chorrito de aceite virgen al final.
La Morruda (Diplodus Puntazzo) acertadamente recomendada por Mateu (Mercat Cubert d´Inca). "Ya te buscaré algo raro para tres personas; a ti que te gusta probar cosas diferentes"- me dijo el día anterior. "Que no sea muy caro, que no estamos para gastos"- le contesté yo, sabiendo que no se excedería en ese sentido. Una Morruda de kilo y medio de menos de treinta euros fue perfecta para hacer al horno; "a la Mallorquina" como dijo Marga. Acelgas, perejil, patatas, limón, tomate, pasas, piñones, cebollas tiernas y pan rallado todo en su justa medida y al horno nos hicieron disfrutar del pescado que resultó de una carne blanca y una textura excelente e inusual para un pescado de precio tan asequible.
Marga lo hizo todo; desde limpiar los mejillones hasta estar atenta al horno y vigilar el manjar que había de proporcionarnos una cena de categoría, informal y en familia.
Como de costumbre en estas cenas, todo acabó con las campanadas que, debido a la indecisión de mi hijo tuvimos que compartir con dos cadenas de televisión. No se decidía entre Sarita (Carbonero) o la "rubiaca" de "Tonterías las justas", por lo que seis campanadas por cadena fueron la solución más aceptable. Mi mujer y yo con uvas, mi hijo con Lacasitos, nos deseamos buenos augurios para el nuevo año, nos besamos y concedimos treinta minutos de rigor a los programas típicos de esta noche antes de comprobar, con gran alegría, que en La Dos emitían una de mis pelis favoritas, "Amanece que no es poco" del gran Cuerda, que nos hizo reír con ganas a los tres.
Atípica nochevieja también por que no brindamos con amigos ni familiares, no reímos con las tonterías de algunos, no nos emborrachamos ni bailamos; pero estuvimos en familia, tranquilos y cómodos.
El año que viene quizás sea otra cosa. Ya se encargará de eso nuestro hijo. Seguro.

La Morruda. Con sus espectaculares dientes.


Todo, todito, se lo curró Marga.

Preparado para hornear.

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